
La debilidad del sistema de partidos genera espacio a estructuras que los
reemplazan en la construcción del poder. En todos los extremos: la izquierda se
refugia en la movilización con la calle como escenario central, mientras la
derecha se vale de las corporaciones económicas, los medios de comunicación,
las redes sociales. Hay una estructura, o mejor dicho una superestructura que
involucra los dos extremos del arco político y quien la controla tiene más de
la mitad del camino hacia el ejercicio del poder. Nos referimos a su majestad
el gobierno, mejor dicho al Estado y su aparato administrativo político.
El kirchnerismo devino en una máquina de relatar ideología y adquirir
voluntades en una década inédita de viento a favor que se expresó en
crecimiento a tasas chinas de la mano de los precios de los comoditis y el
petróleo. El estado kirchnerista incluyó utilizando como arriete el aparato del
Estado. Programas, universidades, becas, pensiones, jubilaciones, cooperativas,
pautas publicitarias, ahora doce y dieciocho, tarifas subsidiadas y cien
prebendas más sumadas a ocultar pobreza, negar inflación y falsear estadísticas
convirtieron al gobierno kirchnerista en una formación temible en la
construcción de consensos electorales.
En la década del setenta ese aparato, con los caracteres de la época, fue
conducido y usufructuado por las Fuerzas Armadas. En 1983 la democracia y
específicamente, Raúl Alfonsín, tuvieron que gobernar coexistiendo con el
estado diseñado por los militares, cuyos tentáculos y hábitos sociales y
culturales impregnaron, y pusieron en vilo, el accionar del gobierno
democrático por más de una década.
Alfonsín y toda la clase política fueron eficientes en consolidar el
sistema democrático, en la transformación política y cultural de la sociedad,
tanto en la transición como en la continuidad del sistema más allá de los
eventos de Semana Santa y La Tablada.
La salida del populismo kirchnerista votada por hace ya casi tres años no
está siendo eficiente ni en lo político ni en lo cultural por parte del
macrismo que en muchos aspectos tiene rémoras del proceso que viene a
reemplazar. Y los desaciertos liman el poder, ponen en peligro la continuidad y
el camino más tentador es caer en la utilización de las herramientas de las que
usó y abusó el gobierno anterior. Y otra vez recurrimos al uso del aparato del
Estado como gran elector, aunque ahora más acotados por la ausencia de
financiamiento y desde este mes en el marco de nuestro proveedor de soluciones,
el Fondo Monetario Internacional.
Nadie queda fuera de este cuadro, o mejor dicho solo quedan afuera los
que no tienen acceso al aparato del Estado, que es el único y gran partido
político. Mucho más en los distritos provinciales donde el accionar del
gobierno se mueve en soledad. De allí que un gobierno medianamente eficiente no
debiera poner en peligro su continuidad de cara a las elecciones del año
entrante. Si el gobierno no se equivoca, sigue.
Quien más lo tiene claro en Río Negro es el gobernador Alberto
Weretilneck, limitado en una cuestión esencial como la cláusula constitucional
que impide un tercer mandato. Por el lado de la oposición es nítida la instalación
de Martín Soria, con los nubarrones que puede transformarse en tormentas en la
medida que el gobierno y Weretilneck desarrollen su estrategia. La endeblez
política también erosiona las expectativas de Soria porque está a tiro del
accionar de un gobierno que se disponga a esmerilarlo, hacia afuera y hacia
adentro. Una tarea que aún no ha comenzado pero que preanuncian las reglas
naturales de la pelea política.
Weretilneck en su calidad de Gobernador que se centralizó en mantener
aceitado el aparato del Estado, haciendo de la relación con los gremios y el
financiamiento del empleo público que define como ‘paz social‘ y lo promociona
como si se tratara del ‘New Deal‘ de Franklin Roosevelt. Por esta razón
conservar el gobierno de Río Negro se exterioriza en lo que haga el Estado
provincial, es decir, el Gobernador. En este sentido el Plan Castello, uno de
los últimos préstamos que ingresaron a las provincias, es un caballo de batalla
que además de obras expresa una vocación de poder. En tiempos de pragmatismo
desembozado, trescientos millones de dólares en el corto plazo no mostrarán
obras concluidas pero en lo inmediato aceitará una caja política similar a los
panzer alemanes avanzando sobre Francia en los comienzos de la Segunda Guerra.
El arco no peronista rionegrino requiere de conducción y estrategia, que
por lo dicho, una centralidad que se expresa en Weretilneck. Una centralidad
que debiera ser periférica para ser efectiva en la maniobra más dúctil y
difícil de la política que es la transición. Que requiere ductilidad y
construcción de consensos, con el gobierno y su accionar como herramienta
aglutinante. Un Gobernador que tiene que estar sin estar. Los obstáculos se
observan por el lado de la relación con el gobierno nacional, el alineamiento de
la propia tropa y la incorporación de cuadros propios y en alianza que oxigenen
la actual propuesta.
Aparecen las primeras señales de estos nuevos rumbos, como el disenso que
generan las pretensiones del vice gobernador Pedro Pesatti a protagonizar la
nueva etapa. Brindarle un canal de competencia, a Pesatti y otros, formará
parte de un rumbo de inclusión donde nadie puede darse el lujo de que la sangre
llegue al río.
Al final del camino siempre emergerá la realidad, la dura realidad donde
se estrellan ambiciones y proyectos, que es su majestad omnipresente: el
gobierno y su aparato. Tan poderoso termina siendo que funciona sin necesidad
de ideas ni grandes proyectos, tan solo basta sentido común y picardía que
lleven la solución a las urgencias de todos los días.
La conclusión no para nada feliz, más bien podría ser parte de un
epitafio sobre el deterioro de la política como una herramienta de
transformación en estos tiempos tan especiales.